martes, 15 de marzo de 2011

La Dama Dormida

Silio estaba feliz. El médico le había curado su problema de cojera y ahora, aunque con un modo un tanto ridículo, podía andar, y lo que era más importante, también podría trabajar. Hacía tiempo que el vendedor de alimentos buscaba nuevos cazadores para mantener su negocio, era una aldea pequeña y la mayoría prefería dedicarse al cultivo que a la caza, era más sencillo, más seguro. Nunca le faltaban en la tienda frutas y verduras, pero la carne, a excepción de la de cerdo, siempre escaseaba. El propio vendedor le dio la enhorabuena cuando lo vio recuperado, por fin tendría un cazador más a su disposición.

Como los demás cazadores, Silio decidió que viviría en el bosque. Así era más fácil la caza. Sólo tendría que ir a la aldea cada vez que tuviese los suficientes víveres. El bosque estaba a algunos kilómetros de la aldea y perdería mucho tiempo si tuviese que ir y volver todos los días. Él se alimentaba de su propia caza, así que las veces que tan sólo cazase lo justo para sí, se ahorraría el viaje.

Silio tenía una segunda razón para vivir en el bosque: era demasiado feo. Aunque la gente le apreciaba, no podía acostumbrarse a esas furtivas miradas las cuales expresaban una mezcla entre asco y lástima.

Se puso en marcha hacia el bosque y, al contrario que los otros cazadores, que tenían sus cabañas cercanas al extremo del bosque en que se hallaba el camino que conducía a la aldea, Silio decidió crear la suya algo más al fondo. Cuando llegó a una pequeña explanada decidió que ese sería un buen lugar. Era hora de tomar el hacha que colgaba de su espalda y ponerse manos a la obra. Pero fue en ese preciso momento cuando vio un castillo a lo lejos. Había oído hablar de él, era un castillo viejo, semiderruido y abandonado. Decidió ir a echar un vistazo, desde su posición estaba más cerca que la aldea, y si estaba lo suficiente protegido, podría quedarse allí cuando llegase la noche en lugar de volver a la aldea. Al fin y al cabo le llevaría varios días construir su cabaña.

Silio avanzó hacia el castillo, el cual parecía estar cada vez más lejos, al final logró llegar a él. Paso entre las ruinas, y se adentró hacia la zona que se mantenía en pie. Avanzó por sus pasillos y encontró varias habitaciones. No había nada de interés en ninguna, salvo algunas camas -la mayoría rotas- que le podrían servir para pasar la noche. También encontró una amplia despensa donde conservar alimentos, similar a la del vendedor de la aldea.

Encontró una sala grande con varios sillones y una chimenea. Una mesa central medio rota pero que todavía servía. Decidió que el castillo sería su nuevo hogar. Era muy grande y le ofrecía todas las comodidades que le pudiera ofrecer cualquier cabaña.

Tras dos días viviendo en el castillo, Silio regresaba a su hogar desde la aldea, donde acababa de venderle al vendedor de alimentos sus piezas del día. Mañana sería Domingo por lo que la tienda estaría cerrada. Sería un día de descanso para Silio. Todavía conservaba comida en casa, por lo que no tendría que salir siquiera de cacería. Llegó al castillo, entró en su habitación y se echó a dormir.

Al día siguiente, decidió aprovechar el día libre para seguir explorando el castillo y hacerse una idea clara de su hogar. Según avanzaba por un largo pasillo encontró unas pequeñas escaleras de caracol que subían hacia un piso superior. Había que tener cuidado al pasar pues las escaleras estaban rotas y había que saltar de un escalón al siguiente. Por suerte, el resto de la escalera subía intacta, y así Silio llegó al nuevo piso.

Tras mucho explorar se quedó sorprendido al encontrar una habitación en cuya cama reposaba una bella mujer. Era joven, como Silio. Se preguntó si estaría muerta, así que se acercó a comprobarlo. Posó su cara sobre la de la dama y notó la leve respiración de ésta.

Era imposible que la chica hubiese llegado al castillo después que Silio, por lo que debía llevar allí desde antes que él. ¿Pero tanto tiempo durmiendo? Parecía imposible. Silio decidió esperar a que despertase sentándose en una silla junto a la chica. Al final cayó dormido él, y al día siguiente, cuando despertó, la chica seguía durmiendo allí. Silio posó su mano sobre el hombro de la chica y trató de despertarla agitándola, pero no logró nada. Silio marchó un día más a realizar su labor como cazador. Pasaron los días, y siempre al volver a casa subía al cuarto de la chica a verla, pero ella siempre dormía.

Cada día, Silio pasaba más tiempo en la habitación de la chica al volver a casa. Se preguntaba cómo sería aquella chica antes de haber caído en tan largo sueño. La imaginaba como la hija de un rey que alguna vez gobernó aquel castillo. Pensaba que sería muy alegre e inteligente. Todos los miembros del reino estarían enamorados de ella, pero ésta los rechazaba porque esperaba a encontrar un hombre de buen corazón con el que casarse. Silio se autoencomendó la misión de ser el protector de aquella chica. En cierto modo, se sentía su novio. Mientras cazaba pensaba en la chica y en verla cuando regresase a casa. Fantaseaba con encontrarla despierta alguna vez e iniciar una vida juntos en el castillo. Pero aquello nunca ocurría, por más que pasase el tiempo, la chica siempre dormía.

Llegó una noche en que Silio se atrevió a besar con sus labios los de la chica. Consideró que no era pecado, pues además de ser un simple beso, lo hacía con todo su amor, sin ninguna mala intención oculta. Al besarla sintió que estaba enamorado y deseó que ella despertase, pero no lo hizo. Aun así, a Silio le bastaba con poder mirarla y saber que ella estaría allí cada día cuando él regresase a casa.

Un día, tras vender sus piezas al vendedor de la aldea, aprovechó que estaba allí para pedir consejo al párroco. Le explicó la situación de aquella dama que vivía en su castillo. El párroco se quedó sorprendido, pero recordó haber oído de un caso similar en el pasado. Llevó a Silio hasta la biblioteca de la iglesia y buscó entre sus libros, hasta que al fin encontró lo que buscaba. El párroco le explico que la dama era víctima de un hechizo, y sólo sería posible despertarla colocando sobre sus labios una hoja de eucalipto mojada en agua bendita.

Silio compró una hoja de eucalipto a la adivina de la aldea, y junto a un pequeño frasco con agua bendita que le dio el párroco, volvió al castillo. Subió a la habitación de la dama, pero conforme andaba hacia ella le consumía el miedo. ¿Qué pasaría cuando despertase? Silio tuvo miedo de que la dama le abandonase. Había sido tan feliz con ella hasta entonces que temía perderla. Dudaba entre darle el eucalipto o no. Al final pensó que podría dárselo en cualquier otro momento, mejor esperaría a mañana cuando despertase y tuviese las ideas más claras.

Pasaron los días y Silio no se atrevía a despertar a la dama. Aun más, regresaba a casa con temor de que ella hubiese despertado. Incluso una noche, Silio tuvo una pesadilla: La dama despertaba y era una persona completamente desagradable. Pronunciaba mal al hablar, usaba un lenguaje tosco y vulgar, y su inteligencia era más que cuestionable. Silio despertó sudando pero enseguida se sintió aliviado. Quizá la dama no sería tan perfecta como él la había imaginado, pero jamás podría ser como la de su sueño.

Un día, en la aldea, el párroco se acercó a Silio a preguntarle por la dama. Éste le contó que todavía no le había dado el eucalipto, y el párroco se indignó. Le dijo a Silio que si había alguna forma de despertar a la dama, era su deber hacerlo. No podía dejarla allí durmiendo eternamente. Silio se sintió culpable y entendió las palabra del párroco. Le prometió que cuando regresase a casa la despertaría.

Una vez regresó a casa, con mucho temor, Silio subió a la habitación de la dama con la hoja de eucalipto y el agua bendita. Se acercó a la dama y allí, abrió el bote de agua bendita y derramó parte de ésta sobre la hoja de eucalipto y la colocó sobre los labios de la dama. No pudo evitar el deseo de que no funcionase; pero funcionó. La dama abrió los ojos y despertó. Silio le preguntó quién era, y ella respondió que tenía problemas para recordar, ni siquiera sabía dónde estaba. Silio le trajo un poco de leche y algunas galletas. La chica comió y habló con Silio. La dama sólo recordaba llamarse Kalia, pero nada más. Agradeció a Silio que la despertase y la hubiese estado cuidando. Kalia era muy agradable.

Al día siguiente, Silio marchó a cazar, esta vez debía cazar para dos. Al volver a casa la dama seguía allí. Le estaba muy agradecida a Silio por su hospitalidad. Silio le decía que no tenía importancia.

Tras un día más así, Kalia dijo a Silio querer marchar a la ciudad. No quería seguir abusando de la hospitalidad de Silio. Silio dijo que no era ninguna molestia, él se sentía bien así. Tenían para comer y vivir, la ciudad no podría ofrecerle nada nuevo. Aun así, Kalia insistió. Quería ir a la ciudad. Silio le dijo que si ese era su deseo, lo entendía. Le ofreció las puertas abiertas de su hogar para regresar siempre que lo deseara. Kalia pidió a Silio si podía acompañarle a la ciudad, hasta que encontrase donde hospedarse allí. Silio aceptó. Al día siguiente partieron hacia la aldea y allí tomaron los carruajes que iban a la ciudad. Al llegar encontraron una posada, donde Kalia alquiló una habitación por varios días. Entraron a una taberna, bastante grande en comparación con la mayoría, que estaba junto a la posada, donde Kalia se ofreció como camarera. El tabernero, un hombre grandote y regordete pero afable, dijo necesitar gente, así que aceptó.


Kalia agradeció a Silio su ayuda y le prometió devolverle las monedas que le debía por la habitación en la posada con su primer sueldo, Silio le dijo que no tenía importancia. Ella insistió. Se despidieron y Silio regresó a su castillo.

Todas las semanas, Silio marchaba a la ciudad a ver qué tal le iba a Kalia. Se saludaban, hablaban, ella le contaba su nueva vida, le habla del tabernero, un hombre al que describía como agradable y respetado en la ciudad. Silio, por su parte, le contaba las últimas novedades de la aldea. Llegó un día en que Silio le confesó a Kalia echarla de menos, y le pidió regresar con él al castillo. Entonces Kalia confesó a Silio que no podía, que se había casado con el tabernero. Silio se sorprendió, el tabernero tendría unos 20 años más que Kalia, pero ella dijo no importarle la edad, que era un gran hombre. Silio se sintió triste y le dijo que lo entendía y regresó a su hogar.

Silio dejo de visitar a Kalia, no se sentía capaz de volver a verla, aunque de vez en cuando la recordaba y echaba de menos. Se limitó a seguir con su vida en el bosque como cazador, viviendo en su castillo.

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